domingo, 1 de mayo de 2011

Los caminantes de la Luna

Mientras el hombre pisaba la Luna por vez primera, yo la miraba desde un rincón de los montes de Omaña. Salíamos todas las noches con mi abuelo, después de cenar, a la puerta de la Peñona, la casa de mi familia, desde donde observábamos un cielo cruzado por una Milky Way brillante como una herida. Cada noche veíamos pasar un satélite artificial entre aplausos y gritos de regocijo; y las estrellas fugaces, con las que nos llenábamos de deseos; pero esa noche era la Luna la que acaparaba toda nuestra atención. Lo habíamos oído en la radio, y éramos niños, niños antiguos que la mirábamos en silencio,  sobrecogidos, intentando descubrir algún movimiento en aquellas manchas oscuras del Mare Tranquillitatis.

La huella de Neil Armstrong sobre el polvo cósmico

¿Nunca os habéis preguntado cómo habrá sido la vida de aquellos hombres, una vez que acabó su misión y sus pies volvieron a pisar la tierra de la Tierra? ¿En qué puede afectar haber estado ahí, haber visto la Tierra desde fuera, saber que en ese planeta brillante y mínimo que tienes delante, que casi cabe en tu mano, está todo, la historia de la humanidad y todos sus sueños?  

Primera fotografía de la Tierra tomada desde otro mundo

 Doce hombres han visto la Tierra desde la superficie de la Luna y, según Andrew Smith, que investigó sobre ellos, para ninguno fue fácil la vida tras esa experiencia.
Todos tuvieron que encontrar respuestas a preguntas que nunca antes se habían formulado: ¿a dónde ir  después de haber estado en la Luna? A su regreso, pasaron tiempo viajando por el mundo, dando conferencias, recibiendo reconocimientos y explicando sus aventuras. Difícil hacerse a la vida normal de aquí abajo después de haber pisado ese polvo silencioso. Difícil ya manejar sus propias esperanzas y las esperanzas y expectativas y tradiciones de toda la gente del planeta.  Cuenta Smith que los nepalíes, por ejemplo, creen que sus muertos residen en la Luna, y que cuando un astronauta del Apollo 14, un tal Roosa, visitó el país, se agobiaba mucho si alguien le preguntaba: ¿Vio usted a mi abuela?
¿Pero qué pasó después, cuando ya volvieron a sus casas, cuando sus teléfonos dejaron de sonar, cuando ya nadie los reclamaba para hacerles entrevistas?
Todos estos astronautas, todos, quedaron atrapados en esa experiencia.
Neil Armstrong, el primero que pisó la Luna, se hizo profesor y se alejó de la vida pública, “para volver a los fundamentos del planeta”. Aldrin, como otros muchos de sus compañeros, entró en una época oscura de alcoholismo y depresión. Bean dejó el espacio para hacerse artista y pintar una y otra vez, como un obseso, escenas de la misión espacial. Un tal Mitchell experimentó un “fogonazo de comprensión” en el que conectó con el universo y pasó toda su vida tratando de entender aquello. Irwin afirmó haber escuchado a Dios y dejó la NASA para dedicarse a la religión. Y Allan Shepard, que por lo visto era un broncas, y que fue el único que reconoció haber llorado en la superficie de la Luna, a su regreso se convirtió en un hombre sereno. Alguno fue Senador pero la política le pareció frustrante en comparación con la creatividad y la excitación de las misiones espaciales. Todos reconocían haber tenido una experiencia mística mirando la Tierra y la gran mayoría se divorció a su regreso del espacio.  
Charlie Duke que viajó en el 72 cuenta lo siguiente: “Desde la Luna el planeta era como una joya, tan llena de color y tan fulgurante que parecía que podías estirar la mano y agarrarlo, sostenerlo y maravillarte por lo preciso que es”. Después describió el horror que sintió al darse cuenta de que su vida a partir de entonces no podía ser otra cosa que un largo y lento anticlímax.

 De estas cosas habla Andrew Smith en su libro Lunáticos, un ejercicio biográfico que rastrea en las vidas de estos hombres, nueve de ellos aún vivos en el momento en que lo escribe, y en el que cuenta las aventuras de sus prodigiosos viajes y sus duras consecuencias.  El libro lo publicó Berenice en el 2009. Traducción de David Cruz Acebedo.


“Pero cómo va a caber un hombre ahí”, dijo mi abuelo aquella noche mirándose los pies, tan grandes, y mirando después la Luna. 


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