Luis Beltrán |
la claridad en la que todo se muestra,
lo que brota y lo que se marchita.
Todo nacer pide desnudez,
como lo pide el amor,
como lo regala la muerte.
Hugo Mujica
Se duele el corazón.Lydia Davis Cuentos completos. (Traducción Justo Navarro)
La cabeza intenta socorrer al corazón.
La cabeza, una vez más, le explica al corazón el asunto:
Perderás a quienes quieres. Se irán. Pero hasta la Tierra se irá algún día.
El corazón, entonces, se siente mejor.
Pero las palabras de la cabeza no duran mucho en los oídos del corazón.
El corazón tiene tan poca experiencia en estas cosas...
Quiero que vuelvan, dice el corazón.
Al corazón lo único que le queda es la cabeza.
Socorro, cabeza. Cabeza-socorro.
Raymond Carver |
Las cosas simples. Francisco Ruiz de Infante |
Cosas que no pueden comprarse
El estío y el invierno. La noche y el día. La lluvia y el sol. La juventud y la vejez. La risa de alguien y su ira. El negro y el blanco. El amor y el odio. La plantita de índigo y el gran filodendro. La lluvia y la neblina. Cuando uno deja de querer a alguien, uno siente que es otro, aunque sigue siendo el mismo.
En un jardín de plantas perennes, los grajos están todos dormidos. Hacia la medianoche, se despiertan en uno de los árboles con mucha agitación y se echan a volar de un lado para otro. Su inquitud se contagia a otros árboles y en breve, todos los pájaros se despiertan y graznan alarmados. ¡Qué diferencia con los mismos grajos durante el día!
Cosas que están lejos aunque estén cerca
Fiestas que se celebran cerca del Palacio
Relaciones entre hermanos, hermanas y otros miembros de la familia que no se quieren.
El camino zigzagueante que lleva al templo de Kurama. (Templo cercano pero de dificil acceso).
El último día del Duodécimo mes y el primero del Primer mes.
Cosas que tienen que ser grandes
Sacerdotes. Fruta. Casas. Bolsas de provisiones. Pinceles para tinteros. Los ojos de los hombres, cuando son muy estrechos parecen de mujer. Por otra parte, si fueran tan grandes como bolas de metal más bien me darían miedo. Braseros redondos. Cerezas de invierno. Pinos. Pétalos de rosas amarillas. Los caballos así como los bueyes deben ser grandes.
Cosas que deben ser chicas
Una hebra de hilo cuando uno quiere coser algo y está de prisa. El pie de una lámpara. El pelo de una mujer de la clase baja debe ser aseado y corto. La conversación de una niña.
Cosas y gente que deprimen
Un perro ladrando de día. Una red para pescar hecha de mimbre en primavera. Un vestido color cereza en el Tercer o Cuarto Mes. La habitación destinada al nacimiento cuando el niño se ha muerto. Un brasero vacío y frío. Un boyero que odia a los bueyes...
Cosas que hacen latir deprisa el corazón
Gorriones que alimentan a sus crías. Pasar por un lugar donde jueguen niños. Dormir en una habitación donde se ha quemado incienso. Advertir que un elegante espejo chino está un poco empañado. Ver a un caballero que detiene su carruaje frente a nuestro portón y ordena a sus servidores que lo anuncien. Lavarse el pelo, acicalarse y ponerse ropas perfumadas. Aunque nadie lo vea sentimos un placer íntimo.
Es de noche y uno espera una visita. De pronto nos sorprende el sonido de las gotas de lluvia que el viento arroja a las persianas.
Sei Shônagon, El libro de la almohada. (Trad. Borges, Kodama)
Me gustan los extrarradios, los bordes de las ciudades, lo que no es calle ni carretera, justo esa franja de tierra que hay entre la autopista y el río, lo que no es de nadie, esos espacios donde uno nunca se queda.
En la vida también. Me gusta el tiempo sin tiempo. Lo que parece poco importante y sin embargo nos conmueve, lo que no aparece en los mapas, ni en los planes de estudios, ni en las enciclopedias.
Me gustan los espacios sin definir que quedan en medio de las personas, esos territorios que no son amistad, ni amor, ni hermandad, ni parentesco. Es solo querer estar, querer estar, y estar. Me gusta lo que la gente nos da sin estar dando.
También los días de vacaciones tienen algo de extrarradio, sobre todo si suponen un viaje a los espacios de la memoria, esos en los que la gente sigue viva y lleva aquella misma ropa y te sigue hablando como lo hacía.
Cuando pienso en la gente que ya no está a mi lado, siempre pienso en lo que me enseñaron. Es un modo de no sentirme tan sola. Tanto de nosotros es lo que los otros nos han dado...
Hay un proverbio africano que dice: "Para criar a un niño hace falta una tribu". Pienso en la tribu que me ayudó a crecer. Lo que cada miembro de la tribu hizo para criarme. ¿Pero qué cosas de esas que los otros me han enseñado han sido las más útiles en los momentos malos, cuáles me han salvado la vida de verdad?
Jorge Valdano, el futbolista poeta, dice que Menotti, otro futbolista y entrenador, lo autorizó a soñar.
¿No os parece el máximo alcance de todo magisterio?
Juan Villoro, que fue alumno de Augusto Monterroso, cuenta que Monterroso en realidad lo que le enseñó fue un sistema de creencias: el olor del sándalo, la delicada osatura de una mano, la lluvia como una expansión pánica de los amantes, la luz de la luna reflejada en un charco de agua...
Yo pienso mucho en esto. Y entonces miro hacia mi propia experiencia de alumna. Pienso en los maestros que he tenido, mi tribu. Y me acuerdo de Valdano porque siempre llego a la conclusión de que, más allá de la transmisión de los conocimientos prácticos sobre cualquier materia, los maestros que de verdad me han marcado son aquellos que me "autorizaron a soñar".
Tuve un maestro, al que seguramente le debo la vida que tengo, que en una época muy gris, en un barrio muy gris, nos ponía a Beethoven en las clases de matemáticas. Y tuve de profesor de costura (asignatura de chicas en mi bachiller) a un cura que había dejado de ejercer de cura porque se enamoró de la profe de música. Y era ateo y nos enseñó a vivir con la angustia de una vida sin dioses. Y cuando yo tenía 12 años, un profesor de gramática me enseñó a buscar galaxias. Alguien me enseñó a besar y otro alguien a creerme que no tengo miedo como receta contra el miedo. Y otro a hacer croquetas. Y otro a decir NO. Y hasta a decir SÍ me enseñó alguien.
Y seguramente todos esos que me enseñaron tanto ni siquiera supieron que lo hacían.
Vuelta a casa después de un paseo por los paisajes de la infancia, mi extrarradio de agosto.
Clara Docampo
Si algún día te enfermas de palabras, como a todos nos pasa, y estás harta de oírlas, de decirlas. Si cualquiera que eliges te parece gastada, sin brillo, minusválida. Si sientes náusea cuando oyes “horrible” o “divino” para cualquier asunto, no te curarás, por supuesto, con una sopa de letras. Has de hacer lo siguiente: cocinarás al dente un plato de espaguetis que vas a aderezar con el guiso más simple: ajo, aceite y ají. Sobre la pasta ya revuelta con la mezcla anterior, rallarás un estrato de queso parmesano. Al lado derecho del plato hondo colmo de espaguetis con lo dicho, pondrás un libro abierto. Al lado izquierdo, pondrás un libro abierto. Al frente un vaso lleno de vino tinto seco. Cualquier otra compañía no es recomendable. Pasarás al azar, las páginas de uno
y otro libro, pero ambos han de ser de poesía. Sólo los buenos poetas nos curan la llenura de palabras. Sólo la comida simple y esencial nos cura los hartazgos de la gula.
Hector Abad Faciolince - Tratado de culinaria para mujeres tristes
Mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio.
José Ángel Valente "Cinco fragmentos para Antoni Tápies". Material memoria
Aurelio Marcelo |
Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de una celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía que la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Per eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa”, dijo la abadesa tras los saludos de rigor, “me gustaría ver el convento desde fuera”. Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia, se quedó unos minutos en silencio. “Es muy bonito”, concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de los que tengo noticia.
Cristina Fernández Cubas
Una mañana, nos regalaron un conejo de indias.
Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
Eduardo Galeano