domingo, 22 de enero de 2012
Mi padre se llamaba Daniel
Lo primero que pensé fue:
se ha muerto solo
(acompañar en la muerte
es el mejor bálsamo
para la culpa).
Lo segundo que pensé:
no me ha devuelto
mi última llamada
(nunca nos planteamos
que el deseo de independencia
también puede ser hereditario).
Lo tercero: ya no tengo padres
(y al mirar atrás descubrí
que hace ya mucho tiempo
que ninguna mano
sujeta la bici que monto).
Ahora no puedo dejar de pensar:
padre, yo no estoy muerta
pero también me pierdo muchas cosas.
Ya no estoy enfadada contigo.
Cada vez que te pienso
es domingo por la mañana.
Me llevas sobre los hombros
y yo sé que vas a invitarme
a un batido de chocolate
en el bar de la barra de zinc.
Después tu mano grande se abrirá
frente a mis ojos, y me mostrará el tesoro:
una chapa de mirinda y otra de pepsi.
Cuarenta años para descubrir
que allí estaba todo ya dicho.
Ana Pérez Cañamares -Alfabeto de cicatrices
Mil gracias, Ana
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
¡Una chapa de mirinda!...
ResponderEliminarInfancia, risas, verano, dulce, naranja, papá.
Mi padre nos daba el dinero para comprarnos una mirinda para las dos...
Gloria, cuántos recuerdos el poema que has elegido.
Gracias, aunque no sea domingo.