Tenía un libro.
Se lo había dado el padre Bonifacio hacía más de tres años.
El libro pesaba y era gordo.
En la numeración de las hojas, el número último era el 1108. Ahora se le habían aflojado las pastas y algunas hojas estaban dobladas y tenían tiesuras y manchones de Coca-Cola y mocos.
Cuando iba a ver a la señora tuerta, lo llevaba consigo.
—Mira qué aplicado es este Rafi. Mira cómo lee.
Y él sonreía con su cara matalona y pícara de niño de la calle.
Lo iba leyendo por segunda vez, poco a poco, desde hacía dos años. A veces, le buscaba un escondrijo en un solar o unas obras y, al cabo de varios días, volvía a buscarlo.
Le hablaba algunas veces.
—A ver si te acabas, Gordo. Un día me harto de ti y ya no vengo a buscarte.
Lo acabó por segunda vez en un coche abollado de un garaje desierto. Sentía frío.
Apretó los ojos y, cuando los abrió, le dijo al libro.
—Gordo, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Empezamos de nuevo?
Miró a la tapia grasienta de enfrente, se abrazó al libro con fuerza y comenzó a llorar.
Medardo Fraile
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